HistorIAs de jubilados: El último tesoro de Jack Morrison
El último tesoro de Jack Morrison
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El último tesoro de Jack Morrison
El sol de Miami castigaba sin piedad el asfalto cuando Jack Morrison, un canadiense de 67 años recién jubilado, salió tambaleándose de «El Pelícano Borracho», un bar de mala muerte en los suburbios de la ciudad.
El olor a pescaíto frito que emanaba del local se mezclaba con el aroma salado del mar cercano, creando una fragancia que le revolvía el estómago.
«Maldita jubilación», murmuró para sí mismo, mientras se ajustaba las gafas de sol para proteger sus ojos inyectados en sangre.
Hacía apenas seis meses que había dejado su trabajo como profesor de historia en Toronto para mudarse a Miami, buscando el calor y la vida tranquila que siempre había soñado.
Pero la realidad había resultado ser muy diferente a sus expectativas.
Jack se dirigió a su apartamento, un cuchitril en un edificio decrépito que era lo único que podía permitirse con su modesta pensión.
Al entrar, el olor a humedad y a té de bergamota rancio le dio la bienvenida. Se dejó caer en su viejo sillón y miró a su alrededor con desesperación.
Las paredes, antes llenas de mapas antiguos y artefactos históricos, ahora estaban desnudas.
Había tenido que vender casi todo para poder mantenerse.
Lo único que le quedaba era un viejo baúl que contenía los últimos vestigios de su pasada pasión por la historia.
Con un suspiro, Jack se levantó y se acercó al baúl.
Lo abrió y sacó un pergamino amarillento que había pertenecido a su abuelo.
Siempre había creído que era una reliquia familiar sin valor, pero ahora, en su desesperación, lo miraba con otros ojos.
El pergamino contenía un mapa y una serie de acertijos escritos en una mezcla de inglés antiguo y lo que parecía ser algún tipo de código.
En el centro, había un símbolo que representaba la proporción áurea, y en una esquina, las palabras «El diamante del Capitán Blackbeard» escritas en una caligrafía elegante.
Mientras estudiaba el mapa, el timbre de su apartamento sonó.
Jack abrió la puerta para encontrarse cara a cara con Tony «El Tiburón» Caruso, un matón local al que le debía dinero.
«Tiempo se acabó, anciano», gruñó Tony, empujando a Jack dentro del apartamento. «El jefe quiere su dinero, y lo quiere ahora».
Jack tragó saliva. «Tony, por favor, solo necesito un poco más de tiempo. Tengo algo grande entre manos, te lo juro».
Tony rio sin humor. «¿Algo grande? ¿Tú? No me hagas reír, viejo». Sus ojos se posaron en el pergamino que Jack aún sostenía. «¿Qué es eso?»
Antes de que Jack pudiera reaccionar, Tony le arrebató el pergamino.
Sus ojos se abrieron de par en par al ver el contenido.
«¿El diamante de Blackbeard? ¿Es esto una broma?»
Jack vio una oportunidad y la aprovechó. «No, no es una broma. Es un mapa del tesoro real. Mi abuelo era un cazatesoros, ¿sabes? Pasó toda su vida buscando este diamante. Si me das una semana, puedo encontrarlo. Pagaré mi deuda y más».
Tony lo miró con escepticismo, pero la codicia brillaba en sus ojos. «Tienes 72 horas, anciano. Si no tienes el dinero o ese diamante para entonces, te romperé todos los huesos del cuerpo».
Después de que Tony se fue, Jack se dejó caer en su sillón, temblando.
¿En qué lío se había metido?
Pero mientras miraba el mapa, una chispa de esperanza se encendió en su interior.
Quizás, solo quizás, esto era real.
Con una determinación que no había sentido en años, Jack comenzó a estudiar el mapa y los acertijos.
Sus conocimientos de historia resultaron ser invaluables.
Después de horas de trabajo frenético, creía haber descifrado la ubicación del tesoro: una pequeña isla deshabitada a unas millas de la costa de Miami.
Sin tiempo que perder, Jack reunió los pocos recursos que le quedaban y alquiló un pequeño bote.
A la mañana siguiente, zarpó hacia la isla, el corazón latiéndole con una mezcla de miedo y emoción.
El viaje fue turbulento.
Una tormenta repentina casi hunde su pequeña embarcación, pero Jack se aferró al timón con la fuerza de la desesperación.
Cuando finalmente llegó a la isla, estaba empapado, agotado y lleno de moretones, pero vivo.
Siguiendo las indicaciones del mapa, Jack se adentró en la selva de la isla.
El calor era sofocante, los insectos lo atormentaban y más de una vez estuvo a punto de caer en trampas ocultas.
Pero siguió adelante, impulsado por la necesidad y una creciente sensación de aventura que no había experimentado en décadas.
Finalmente, llegó a una cueva oculta tras una cascada.
El interior estaba oscuro y húmedo, y Jack avanzó con cautela, su linterna iluminando el camino.
En el fondo de la cueva, encontró un cofre antiguo.
Con manos temblorosas, Jack abrió el cofre.
En su interior, sobre un lecho de terciopelo rojo descolorido, descansaba un diamante del tamaño de un puño.
La piedra brillaba con una luz interior, reflejando la proporción áurea en sus múltiples facetas.
«Lo logré», susurró Jack, lágrimas de alivio corriendo por sus mejillas.
Pero su alegría duró poco.
Un ruido a su espalda lo hizo girarse.
Allí, en la entrada de la cueva, estaba Tony «El Tiburón» Caruso, con una pistola apuntando directamente a la cabeza de Jack.
«Gracias por hacer todo el trabajo sucio, anciano», sonrió Tony. «Ahora, dame ese diamante».
Jack miró el diamante en sus manos y luego a Tony.
En un instante, tomó una decisión.
Con una agilidad que sorprendió incluso a él mismo, arrojó el diamante hacia Tony.
El matón, por reflejo, soltó la pistola para atrapar la valiosa gema.
Aprovechando la distracción, Jack se lanzó hacia Tony.
Los dos hombres rodaron por el suelo de la cueva, luchando por el control del diamante.
A pesar de su edad, Jack peleó con la fuerza de la desesperación.
Finalmente, logró golpear a Tony en la cabeza con una roca, dejándolo inconsciente.
Jadeando, Jack se puso de pie, el diamante firmemente agarrado en su mano. Miró a Tony, considerando qué hacer.
Finalmente, tomó la pistola del matón y salió de la cueva, dejando a Tony allí.
El viaje de regreso a Miami fue una carrera contra el tiempo.
Jack sabía que Tony no tardaría en despertar y venir tras él.
Apenas llegó a la ciudad, se dirigió directamente a una joyería de confianza.
El joyero, un hombre llamado Goldstein, examinó el diamante con asombro.
«Esto es… increíble. Nunca había visto nada igual. ¿Dónde lo consiguió?»
«Es una larga historia», respondió Jack. «¿Cuánto cree que vale?»
Goldstein hizo algunos cálculos. «Considerando su tamaño, calidad y el valor histórico… diría que al menos 50 millones de dólares».
Jack sintió que le faltaba el aire. ¿50 millones? Era más de lo que jamás había soñado.
«Lo compro», dijo una voz desde la puerta de la joyería.
Jack se giró para ver a un hombre vestido con un traje italiano, apoyado en un Ferrari rojo. «60 millones, en efectivo. Ahora mismo».
Jack miró al hombre, luego a Goldstein, y finalmente al diamante en sus manos. Su mente daba vueltas con las posibilidades.
Con ese dinero, podría pagar sus deudas, vivir cómodamente y aún le sobraría para donar a causas benéficas y museos.
«Trato hecho», dijo finalmente.
Horas más tarde, Jack estaba sentado en la terraza de un lujoso ático, mirando el atardecer sobre el océano.
Tenía una taza de té de bergamota en la mano (del bueno esta vez) y una sonrisa de satisfacción en el rostro.
Su teléfono sonó.
Era un mensaje de Tony: «Te encontraré, anciano. Esto no ha terminado».
Jack sonrió y apagó el teléfono.
Que viniera Tony. Que viniera quien quisiera.
Estaba listo para cualquier aventura que la vida le deparara.
Mientras el sol se hundía en el horizonte, Jack reflexionó sobre los giros que había dado su vida.
La jubilación no era el final, como había temido.
Era solo el comienzo de una nueva y emocionante etapa.
Sacó el viejo pergamino de su bolsillo y lo miró con cariño.
Quizás, pensó, había más tesoros por descubrir.
Y él, Jack Morrison, jubilado y aventurero, estaba más que listo para encontrarlos.
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Escrito por José María García Ruiz
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